Religiosidad popular
Cuando
hablamos de “religiosidad popular” unimos dos palabras. La
“religiosidad” equivale a la práctica y esmero en cumplir las
obligaciones religiosas. Y la religión, como virtud, mueve a dar a Dios
el culto debido. “Popular” es lo relativo al pueblo; lo que es peculiar
de él o procede de él; es decir, lo que viene de la gente común.
Las
personas más formadas en la fe pueden experimentar una cierta repulsa
hacia esta forma de religión. Parecería, en principio, una realidad a
superar, un modo insuficiente de vivir la entrega a Dios; la escucha y
la obediencia, que son características de la fe.
Las
grandes disyuntivas no siempre son aconsejables. Muchas veces no se
trata de “o esto o lo otro”, sino de “esto y lo otro”. En la historia de
la espiritualidad cristiana se constata que grandes movimientos de
renovación han ido unidos a la promoción de la piedad del pueblo. Los
benedictinos, por ejemplo, fomentaron la devoción a los santos, a los
nombres de Jesús y de María, o las misas por los difuntos. Los
franciscanos divulgaron la devoción a la pasión de Jesús, al “Vía
Crucis” o al Belén.
El Cardenal Pironio vinculaba
religiosidad popular e inculturación. La religiosidad popular es “la
manera en que el cristianismo se encarna en las diversas culturas y
estados étnicos, y es vivido y se manifiesta en el pueblo”.
La
gran tentación de la religiosidad popular es la superstición. Pero la
superstición es una deriva indeseada de lo religioso. Una deriva menos
anti-religiosa que el ateísmo o el indiferentismo. Aunque, naturalmente,
una deriva que debe ser corregida. Pero no necesariamente la
religiosidad popular ha de caer en la superstición.
El
pueblo necesita expresar su fe, de forma intuitiva y simbólica,
imaginativa y mística, festiva y comunitaria. Sin olvidar la necesidad
de la penitencia y de la conversión.
Dios está lejos y a la vez está cerca